EL CONFIDENTE PRECIOSO
Recuerdo que salí de mi despacho y cerré con un soberano portazo.
¡Blaaaaammmm!, hizo el portazo, pero no se oyó ladrar al pequinés de la señorita Minerva que es delicado y frágil como una lencería de Harper’s Woman. Ladra siempre que se asusta. Ladra ocho, catorce veces al día, algunos días más.
Después caminé errabundo por polígonos industriales, por estaciones de metro, por aeropuertos. Huir. Recorrí manzanas de calles, parques salpicados de otoño. Escuché lenguas eslavas que no comprendía, me alimenté de comida envasada aséptica y deletérea. Huir. Hasta que llegué a un apeadero ferroviario tan lejos de todo que nadie podrá ya nunca encontrarme.
Creo que al caer me he roto algo, un hueso del tobillo, un ligamento… La culpa ha sido desde luego mía por querer hacer equilibrios sobre los raíles para ver mejor este agujero que se abre bajo ellos. El agujero es un pequeño hangar excavado en la tierra con manchurrones de desuso y de verdín en sus paredes, como una vieja piscina desaguada. Desde aquí, al mirar hacia arriba, veo el final de las vías de este apeadero abandonado. Si fuera más ágil treparía por los muros de hormigón o me encaramaría de un gran salto a las traviesas de los raíles. En definitiva: saldría. Pero soy un hombre obeso, sin tono muscular, mis brazos no podrían sostenerme y además estoy herido. Solo tengo dos opciones: intentar sobrevivir mientras espero a que alguien me rescate o sucumbir, dejarme morir sepultado por el hambre y por la soledad en esta incongruente tumba abierta al cielo.
Mi despacho estaba (y estará, supongo, nada induce a pensar que no sea así) en la 6ª planta de un edificio empobrecido que quiso en su día ser arquitectura inteligente de vanguardia. Antes había ocupado otro en la 9ª y el descenso no era casual ya que en la Sylvano Editores S.A. ir bajando plantas significaba acercarse a la cúpula jerárquica, promocionarse, ascender. Me trasladaron cuando la novela de aquella escritora desconocida que, en principio, no prometía gran cosa y por la que yo aposté fuertemente, sobrepasó la barrera de los 20.000 ejemplares. Sin embargo llevaba demasiado tiempo estancado en ese despacho cuadrado decorado en tonos amarillos para favorecer la estimulación del cerebro y, por ende, la productividad. Había mirado por esa misma ventana un número incalculable de veces (siempre múltiplo de dos, porque acostumbro a realizar actos mecánicos en series binarias), había alineado los cuadros torcidos todas las mañanas de todos esos años y había desgastado los puños de cientos de camisas sobre esa misma mesa que me suponía una aglomeración y un desierto. Día tras día. Así era como yo permitía que se consumiera mi existencia sin saber a ciencia cierta si no tenía vida por lo mucho que trabajaba o si trabajaba tanto porque no tenía vida.
¿Cuántas noches, cuántos días han pasado? No llevo la cuenta. Varios en cualquier caso y todavía no me he puesto de pie. Para conservar la lucidez hablo conmigo mismo en voz alta. Tobillo tumefacto, nazareno. Tengo hambre. Bebo agua de este charco. Un perro se me acerca, me olfatea, no tiene collar. Es un bonito perro sin raza, semiprecioso, me digo, como las piedras. Pero luego me viene a la memoria cierta gemóloga a la que le ofendía este término porque a la vista, al estudio, decía, todas las gemas son sencillamente preciosas.
¿Por qué hablo en voz alta si nadie puede oírme? No creo que dure mucho tiempo así. Llueve casi todos los días, se acerca el invierno. No me importa morir, la vida no es para tanto.
Gordo charlatán, escuché alguna vez a mis espaldas.
Trabajar durante doce, catorce horas al día, no estaba teniendo la repercusión que yo esperaba aunque las cifras del producto de mi esfuerzo hablaban por sí solas. ¿A qué esperaba Larrazabal para proponer mi descenso de planta? Manuscritos intolerables, reuniones eternas, ojeras, problemas en el software, en la impresora, sobredosis de cafeína, de argumentación.
Y entretanto mi salud se desgastaba, la obesidad aumentaba.
Gordo palizas, escuché de soslayo. Bah, qué me importaba.
Sucedió, no hace mucho, que hice huelga de conversación. Me negué a pronunciar palabra. Estaba harto de que Larrazabal no me mirara a los ojos cuando le consultaba algo. Y de que la señorita Minerva mostrara más interés por su pequinés que por lo que yo dijera. Y de que los de la planta me interrumpieran, y de que en facturación se olvidaran de mi nombre, y de que el mensajero no me oyera, y de que…
Solo aguanté un día.
Sentado en el único ángulo del hangar que permanece seco veo, al levantar la mirada, un cielo de papel manila cruzado por cuatro raíles negros trazados a tiralíneas. Precioso sube y baja con facilidad por las paredes, es un perro ágil y valiente, tan distinto del pequinés de la señorita Minerva como un huevo de una castaña. Yo odiaba al pequinés de la señorita Minerva, lo odiaba tanto como ella me odiaba a mí, me consta. Y no me esforzaba en ocultar ante los compañeros que de buena gana lo habría estrangulado con mi corbata a rayas cada vez que me gruñía o que me tocaba con su hocico frío. Pero era el caprichito que Sylvano hijo permitía a su amante para compensarla por la indecisión que él mostraba a la hora de romper su rancio y sagrado matrimonio. Porque que Sylvano hijo y la señorita Minerva se entendían era un secreto a voces y que la señorita Minerva no descendiera de planta era o parecía o intentaba ser una infantil artimaña de despiste. Por lo demás, nada que añadir, cada cual que haga con su vida lo que le parezca.
Pero ¿qué trae Precioso en la boca? ¡Castañas! Tiene gracia. Saco mi navaja, las pelo, me las como, bebo agua de este charco. Precioso se recuesta a mi lado y me mira con unos ojos que salen como desde atrás y llegan demasiado lejos. Aquella puta me miraba igual, ya ves, yo creo que me escuchaba. Como tú. A 100 euros la media hora, eso sí, pero yo creo que me escuchaba.
Gordo indiscreto, gordo cotilla, saco de grasa parlante. Se callaban si oían que me acercaba, jadeo, arrastro los pies. No lo voy a negar: estaba deseando dejar mi despacho, la planta y liberar a toda esa pandilla confraternizada de mi lamentable y mórbida presencia.
Pero el protocolo de empresa era estricto, inamovible: cualquier comunicación entre la 6ª planta y la 1ª, la de jefatura, se producía exclusivamente a través de Larrazabal, nadie osaría violar esa ley. Y no sé por qué esa tarde, de pronto, con el flamante informe de mi última y provechosa reunión en la pantalla del ordenador (había conseguido que dos escritores firmaran una rebaja de un punto en los derechos de autor a favor de la editorial), tuve un sobresalto: una barrera que yo desconocía estaba impidiendo mi traslado. Empecé a pensar que solo Larrazabal podía ser esa barrera, una barrera virtual de complicados sistemas de codificación informática dignos de un hacker que yo no controlaba y que él se obstinaba demagógicamente en obligarme a utilizar. Empecé a pensar que Larrazabal silenciaba mis éxitos, o los filtraba a su gusto o, lo que es peor, se apropiaba de ellos y no haberme dado cuenta antes se me antojaba pueril. Me aflojé la corbata; me sudaban las manos, el cráneo, los pliegues de las orejas. Me la quité, me quité la corbata como hacía siempre que mi respiración se agitaba y la deposité con las rayas alineadas sobre el respaldo de mi silla ergonómica Sidney Pro. Me dolía el pecho, los dientes. Salí al pasillo tambaleándome mareado. Agua, necesitaba agua. Afuera había anochecido y no quedaba nadie ya, salvo la mujer de la limpieza con su aspiradora encendida cantando a pleno grito La Macarena, y el vigilante nocturno encasquetado en los auriculares de un minúsculo transistor. Osasuna Barcelona. Si me desplomara ¿quién lo escucharía? Agua. Tenía que llegar a los lavabos.
Hoy he conseguido levantarme por fin y hala, el pantalón se ha escurrido. Al aire han quedado mis carnes adiposas y sucias, qué grotesco. Sí, claro, ríete si quieres, o ladra, he aquí el espectáculo deleznable de lo que es capaz de hacer por uno el sedentarismo y la gula. Aunque he debido adelgazar una buena decena de kilos por la dieta diaria de castañas sigo siendo un hombre obeso. Bien merecido lo tengo. Ha caído la primera nieve, no me afecta; me protegen los cuidados de Precioso y la grasa. Estoy débil, en calma. Es pronto para marcharnos, Precioso, aún no puedo trepar ni saltar.
Lo recuerdo en blanco y negro, como se recuerdan los sueños. Una habitación mal ventilada, una cama blanda de gomaespuma, un farolillo con letras chinas colgando de la pared. Le pasaba la mano a aquella puta por el muslo varias veces en un alineamiento de secuencias pares. No podía copular. O, para ser sincero, no quería; prefería hablar, contarle que Larrazabal embestía a la señorita Minerva sobre el urinario de la 6ª planta con el delirio de un perturbado. La besaba, le mordía el pelo, le emborronaba los ojos, le disolvía un lunar. Su mano retorcida apretaba el botón de la cisterna para que el ruido del agua ahogara los lamentos del pequinés que, colérico y posesivo, aullaba enredado en una maraña de piernas. Ella sonreía como sonríen los maniquís. Todo eso pude contemplar en unos pocos segundos. Después cerré la puerta sigilosamente sin haber entrado y me marché. Imposible que me vieran, imposible. Pero te oirían, encanto, – dijo aquella puta, no importa su nombre, sería falso -, seguro que te han oído y ese tipo va a ir a por ti. La miré, me fijé en sus ojos; tenían el brillo adecuado. A menos, – continuó -, que seas tú el que se adelante.
Así que lo decidí durante el insomnio consuetudinario de la noche. Saltándome el protocolo me presentaría en el despacho de Sylvano hijo y después de asegurarme de las sospechas que tenía sobre la piratería de Larrazabal contaría lo que había visto en el urinario de la 6ª planta a sabiendas de que me cargaba asimismo a la gansa de la señorita Minerva y, de paso, a su aborrecido y melindroso pequinés. Golpe de efecto, pensé, el gordito también sabe enfadarse. Pero antes debía subir a mi despacho a recoger material altamente necesario y a colocarme la corbata que estaba sobre el respaldo de la silla desde la tarde anterior. No es correcto presentarse ante cierta gente sin corbata. La corbata aporta seriedad, categoriza al individuo, disimula un cuello de camisa sucio o mal planchado, todo eso me decía en el ascensor mientras subía, quizás como síntoma cognitivo previo ante una situación clara de ansiedad.
Sexta planta. Salir del ascensor, caminar doce pasos de pasillo, cruzarme con el mensajero: buenos días, abrir la puerta del despacho…
Lo vi desparramado en el suelo nada más entrar y me costó reconocerlo. Como una borla desflecada yacía inmóvil el pequinés de la señorita Minerva. Muerto. Estrangulado con toda la fuerza y la resistencia de la seda twill de mi corbata. Lo toqué instintiva, atolondradamente, estaba tibio aún. Con mis huellas impresas y sin una coartada que me exculpara podía adivinar quién cargaría con eso. Pero lo que más me hirió, lo que me alborotó todo el cuerpo, lo que me desquició más que el odio de Larrazabal, más que su conspiración y su venganza, fue la imagen de mi corbata hecha un andrajo con todas las rayas destruidas y arrugadas. Del fondo del pasillo llegaba la voz de la señorita Minerva llamando al pequinés con palabras tontorronas, como se llama a un niño.
Me supe irresponsable de mis actos, me di miedo. Huí, posiblemente de mi mismo. Salí y cerré con un soberano portazo.
Qué cielo tan limpio tenemos, hace sol; entiendo que ha llegado la primavera. O está a punto de llegar. Si te dijera, Precioso, que estoy viviendo en tu compañía los días más serenos de mi vida… Pero acaso y sin yo saberlo, lo propiciaba: el presente es una voluntad que hubo en el pasado. El infierno me poseía, esto es el Paraíso. Pero… ¿eh? ¡Alguien viene, oigo voces! Calla, Precioso, calla, no hagas ruido, no quiero que nos descubran, no quiero que nadie destruya nuestra agradable tranquilidad.