Refugio de piedra

REFUGIO DE PIEDRA

-¿Quién habla hoy?

El sol cae como plomo. En la hora tórrida del almuerzo. Sobre el paisaje yermo y arrugado de algún lugar en los Monegros.

-Yo. Me toca a mí – un hombre se cachetea el pecho con la mano abundada de bocadillo. Más o menos joven. Más o menos fuerte. Sucio de polvo y brea. Il Romano, le llaman, porque suele leer a los poetas italianos. – Es lunes ¿no? Y abrid la oreja, compañeros: la de hoy, es una historia erótica.

El aire se halla detenido y con la maquinaria de la obra apagada, sólo la voz de Romano ocultará, durante un rato, el masticar monótono de las bocas y el deglutir vehemente de cinco tragaderas saturadas. Más allá, una herida en la carretera, espera. Una carretera cualquiera, en algún lugar de los Monegros.

-Imaginaos un refugio de piedra…

Romano es un buen narrador.

-…En la montaña…

De los cinco, el mejor.

-Hablo de una zona de lagos azules del Pirineo. Panticosa. ¿Os suena, compañeros?

Buenas historias y bien contadas para amenizar el tiempo siempre perezoso del almuerzo.

-Sobre la piedra gris de las paredes del refugio y bajo el tejado gris, resaltan puertas, ventanas y balcones de madera verde, y hasta las traviesas que sujetan los aleros del tejado son verdes, como una primavera en plena ebullición.

-¡Lindo, lindo de veras, manito! – exclama con afectación exagerada uno de los oyentes, mexicano mestizo, cuyo nombre simplemente es Jano. Retazos de burla ante los excesos de retórica, jirones de ironía pero nadie deja de escuchar.

-Un festival al aire libre de música celta era la excusa para que estuviéramos allí, tres amigos y yo, en uno de los paisajes, os lo juro por mi vida, más bonitos del mundo. Mediaría el mes de julio y hacía mucho calor.

-Hostia, Romano – interrumpe ahora el capataz, demasiado grueso y sofocado dentro de su buzo de dril, farfullando con la boca llena, – no nos hables de calor. Con la que pega aquí ahora.

-La tarde olía a tormenta. Por el cielo se paseaban nubes esponjosas que poco a poco se teñían de gris. Mientras esperábamos a que el festival empezara, más de uno rezaría para que de un momento a otro no tuviéramos que echar a correr. ¿Aguantará?, oí decir a mi lado. Y yo miré hacia arriba, donde el sol, de pronto, estaba escondido por completo.

-¿Y aguantó? – pregunta Asef, subsahariano, piel oscura como los grandes pecados.

-Se echó la noche – Romano hace una pausa y masca un pedazo de su almuerzo. – Durante todo el festival la noche se llenaba de centellas. ¡Qué espectáculo! Desde sus lejanos puestos, se diría que Thor y Júpiter jugaban a lanzarse espadas de luz. Pero aguantó sin llover. El calor era brutal, pegajoso y húmedo como el vapor de una vieja locomotora averiada. Y entonces hombres y mujeres empezaron a aligerarse de ropa. De ropa, como lo oís, todo el mundo se quitaba alguna prenda. Un momento mítico, compañeros. Brazos, hombros, cuerpos, pieles contra pieles vibrando con el sonido envolvente de las gaitas. Os lo juro: había un no sé qué en el aire. Y estoy seguro de que era una sensación compartida.

Jano guiña un ojo y da un codazo a Paquillo, el peón aprendiz, un muchacho un poco ingenuo que ante el gesto, se ríe bobamente derramando migas de pan por la medialuna de su boca.

-Cuando terminó el festival nos fuimos a dormir al refugio de piedra. Las cervezas que llevábamos encima nos hacían sudar y reír. Íbamos bien caldeados entre unas cosas y otras. Pero no faltarían ni cien metros para llegar al refugio cuando tronó de nuevo, más fuerte si eso hubiera sido posible, y la tormenta estalló por fin. ¡Y qué tormenta! En pocos segundos teníamos encima un auténtico aguacero. ¡Qué manera de llover! La lluvia caía tan fuerte que escupía pedazos de cielo. Pero nosotros, animados, venga reír.

>>Entramos al refugio como sopas. La guarda de la recepción, al vernos, movió sus manos como si fueran alas y con un dedo en la boca nos rogó silencio. Era muy tarde y el refugio estaba lleno de turistas y de montañeros acostados, eso nos quiso decir.

>>Nuestra habitación estaba en la primera planta. Era un cuarto pequeño con una ventana y cuatro literas casi unidas, en hilera, adosadas a la misma pared. Mis amigos subieron en seguida pero yo me entretuve unos momentos hablando con la guarda, que es una vieja conocida mía. Cuando ya me marchaba, me sujetó por el brazo.

>>- Ahí arriba – dijo bajando la voz y llenándola de misterio, y señaló la habitación a la que me dirigía, – hay tres mujeres. Una de ellas esta noche necesita el calor y el cariño de un hombre.

>>Yo boqueé tomando aire.

>>-¿Sí? ¿Cómo lo sabes?

>>-Porque me lo ha dicho. Ha llegado temprano, sola, antes de que terminara el festival y me lo ha soltado como quien saluda – y la guarda suavizó tenuemente el tono de voz para imitar a la mujer de la que me hablaba -: “No me apetecía el festival, y además va a haber tormenta.¡Ay! Compañía masculina, eso es lo que quisiera esta noche yo”.

>>Bueno, compañeros, la noche prometía. Si allí había una mujer que reclamaba un meneo, yo os aseguro que podía declararme el principal productor de meneos de toda la cordillera pirenaica.

>>-Pero… – titubeé-, ¡un hombre!, eso es muy ambiguo. Ella estará pensando en alguien…

>>-Puede. O puede que no. Imposible saberlo. Pero amigo, está bien claro: un mensaje es un mensaje.

>>Y se iba. Se iba la guarda a dormir tras haber terminado su turno.

>>-¿Cómo adivino quién es esa mujer? – le pregunté, reteniéndola -. Has dicho que hay tres… Dame una pista.

>>Mi vieja conocida sonrió con sonrisa de legítima alcahueta, y al dirigir sus ojos a los míos saltaron chispas de verdadera malicia.

>>- Eso se huele, Romano. ¡Se huele!

>>Luego me dio la espalda y desapareció por algún pasillo o escalera.

-La cosa se pone buena, compadres – dice Jano frotándose las manos, – pero basta ya de platicar y vés nomás derechito al grano.

-Entré en la habitación de la manera más sigilosa que pude y me quité la mojada ropa por completo. La oscuridad era total. Se oía la lluvia chapotear en el suelo, pero antes de caer, sacudía, brava, los cristales de la ventana. Un rayo encendió, durante centésimas de segundo, un poco de luz.

>>No sé si sabéis cómo funcionan en general los refugios: Cuando llegas, ocupas con tus cosas una cama al azar, es la manera de reservarla. Pues bien: Varias horas antes de ir al festival, yo había dejado mi saco de dormir en una de las literas de abajo, eso lo recordaba bien, y por la noche, aunque la cama seguía libre, me pareció que el saco ya no estaba allí. Como mis amigos se habían acostado arriba, supuse entonces por lógica que los tres bultos de abajo eran las tres chicas, y en tal caso – continué pensando a la vez que notaba un calor extraordinario – me encontraba francamente cerca de aquélla que necesitaba la compañía, o lo que fuera, de un hombre. Mientras buscaba el saco a tientas exprimí el olfato al máximo para ver si el olor que decía mi amiga la guarda me llegaba.

-¿Y las chicas no se despertaron? – pregunta Paquillo.

-Por supuesto; allí ya nadie dormía. Entonces una de ellas dijo entre susurros que al llegar, como cosa lógica, habían cambiado mi saco a las literas de arriba, pero que si lo prefería, podía dormir abajo, junto a ellas.

>>-Buena idea – saltó alguno de mis amigos lanzándome el saco. Y no se habló más.

-Todo a oscuras, claro – interrumpe ahora el capataz, que sigue con la boca llena.

-Tan a oscuras como en un agujero bajo la misma tierra.

>> Tomé posesión de mi cama entre dos de las mujeres y me tumbé destapado. Estaba casi desnudo. A derecha e izquierda sentía la respiración alerta y comprimida de ambas. La tormenta habría refrescado el aire, seguro, pero dentro del refugio el calor seguía siendo atroz.

>>Me hubiera dormido, compañeros, juro que lo hubiera hecho, pero ya os he dicho que la noche aquella desprendía… no sé, algo…, un embrujo denso. Pudo ser la electricidad de la tormenta, o la música del festival. O las cervezas ¡Quién sabe! Y no es que la mujer que tenía a mi derecha oliera de una manera especial, qué va, serían tonterías de la guarda, pero siguiendo un impulso irrefrenable, apoyé mi mano en su espalda y suavemente la acaricié.

Una mosca pasa zumbando – bzzzzz, bzzzzz, – y luego viene otra, y otra más. Si no fuera por ellas, de súbito no se oiría ni una mosca.

-Al tacto, me pareció que llevaba una fina camiseta de algodón. Y las bragas. Nada más. La melena, tal vez rizada, languidecía cubriendo la almohada. Yo recorrí con la mano su espalda que era pequeña y recia. En el centro, la columna formaba un rosario de cuentas que ascendía hasta su cuello. La camiseta se adhería ligeramente a su piel. Exaltado, me permití imaginar que estaba acariciando a una mujer excesivamente hermosa… Pero ella, tras unos instantes de duda, retiró mi mano en silencio, y de esa forma me rechazó.

-¡No fastidies! – dice Paquillo con la desilusión dibujada en el rostro.

-Sin embargo era ella, lo sabía, no me preguntéis por qué, cada vez estaba más seguro. Por eso volví a apoyar mi mano en su espalda, insistiendo, y la volví a acariciar.

Jano y el capataz no mastican, Paquillo tose, y la morena cara de Asef, toda ella, sonríe, enseñando entre los restos de comida unos dientes de nácar.

-Pero al poco, como si se lo hubiera pensado, de nuevo me rechazó.

-¡Ya está! – suelta Jano golpeándose las rodillas. – Colegio de monjas, compadres, como si lo viera. Yo conocí a una chavita de ésas. Para tocarle una teta había que firmar instancia. Aunque se muriera de purititas ganas.

-A esas alturas, yo ya no era quien soy; era un venado, un antílope en una suerte de berrea silenciosa. Así que me giré y probé fortuna con la mujer que tenía a mi izquierda. ¿Me daba igual una que otra? La verdad es que todavía no lo sé. También dormía con una delgada camiseta, fuera del saco por el calor. También le acaricié la espalda, sólo que ésta, no se resistió.

-¡Bien hecho! – dice Asef abriendo mucho los ojos, dos cristales negros incrustados en mármol ambarino. – Yo hubiera hecho igual -. Y Paquillo aplaude con sus manos pringosas de bocadillo materno.

>>Me deslicé a su litera. Imaginaos un marine en misión de alto riesgo, así de sigiloso actuaba yo. ¿Tengo que repetir que allí nadie dormía? Aquella chica y yo nos refregamos un rato. Conteniendo los ruidos y hasta la respiración. Pero nuestros movimientos arrancaban al nylon del saco maullidos leves de gato. Y las pieles, al frotarnos, susurraban. Afuera la lluvia caía con aspecto de diluvio y mañana, probablemente, nadie pisaría los últimos neveros del año que sucumbirían a la furia del agua y apenas dejarían rastro. Eso se me ocurrió pensar de pronto, ya veis, mientras abrazaba a una chica de la que no conocía su edad, ni su aspecto. Nada.

-¡Hombre de la chingada! – sentencia Jano. – Eso es lo que yo llamo no estar a la faena.

-Pero entonces algo sucedió, algo que, de repente, hizo trizas esos vagos pensamientos que me desconcentraban. La mujer de la litera de la derecha, -“ella”-, se levantó, todos pudimos sentirlo, y se dirigió descalza a la ventana. Allí permaneció inmóvil, mirando el agua desplomarse sobre las piedras del refugio. Pero dentro de su inmovilidad parecía ansiosa o perturbada. En la ventana negra brillaba la luz plata del agua. Desde la litera, yo veía su sombra burilada: el cuerpo delgado, frágil incluso, la melena que yo suponía ondulada, la camiseta ligeramente humedecida que apenas le cubriría las nalgas… Y ya no pude apartar los ojos de aquella imagen de sombra. Os lo juro, compañeros, la mujer que tenía abrazada en la cama, para mí era esa sombra. La mujer que sofocaba a veces risas, a veces jadeos, era esa sombra. ¡Qué momento! Y la Sombra ahora ya no me rechazaba. ¿Podéis imaginar la sensación de que una mujer hecha de noche no se te escurra entre los dedos? Apoyada en la ventana me llamaba sin palabras, me provocaba, y yo obedecía esa llamada. Y como me tenía cada vez más sometido, sus dedos jugaban conmigo, o remolineaban mi pelo. La Sombra. Unas veces encima, sus manos de humo como tenazas; otras, oculta bajo mis brazos.

-Dale, dale nomás – protesta Jano – ¡Carajo, Romano! Que no somos de pinche piedra.

-Y de pronto, un rayo iluminó fugazmente la ventana. Fue un rayo extraordinario, el mayor de toda la tormenta y la Sombra durante un instante se volvió blanca. Unos segundos, sólo duró unos segundos, pero tuve tiempo de ver, nítido, el dibujo que decoraba su camiseta.

-¡Venga ya! –salta el capataz, limpia la voz de farfullas, pues ya ha terminado el almuerzo. -Hay que ser pringao.

-Sí, compañeros, como lo oís: el dibujo de su camiseta.

El mexicano apoya el veredicto del capataz, mientras traga licor de una petaca.

-Me cisco en todo si en un momento así te fijas cuantimás en un dibujito de camiseta. ¿No has dicho que la tía esa tenía un montonal de culo al aire?

-Fue muy rápido, repito, pero lo vi con absoluta claridad: Una mujer serigrafiada, o estampada, en un solo color. Una mujer joven, exageradamente potente, escalando una roca. Iba casi sin ropa. Las cuerdas que la sujetaban se le ceñían al cuerpo, los muslos abiertos por la postura en equilibrio miraban hacia mí. ¡Abiertos, compañeros! Y me miraban. Y entre ellos sólo había…. no sé, junto a las cuerdas, tal vez un breve pantalón corto, o tal vez nada.

>>Y entonces, de la mano de la Sombra, caminé sin hacer ruido hacia el Jardín de Epicuro, donde siempre sobran las palabras. Así fue.

Un ligero soplo de brisa parece que nace en ese rincón, todo fuego. Pero no. Es el capataz que puesto en pie, sacude con brío los restos de comida que han salpicado su barriga redonda y su regazo. Dice además que se le duermen las piernas. Luego se vuelve a sentar.

-Por la mañana, la Sombra se levantó muy temprano, apenas había amanecido. Aunque claro, ya no era una sombra. El refugio entero dormía. Menos ella. Y menos yo. Se vistió en silencio. Después salió al exterior y yo fui detrás, sin ser visto. Ya no llovía. Tampoco hacía tanto calor. Comenzó a correr monte arriba, hacia los lagos azules que reposan vigilados por altísimas montañas de granito. Un suave jogging primero, carrera dislocada después. Plas, plas. La hierba mojada crujía destruyéndole el silencio a la mañana. Yo corría y resollaba, siempre escondido, detrás. Ella llegó hasta uno de los lagos y se desnudó, sin detenerse a tomar aliento, como parte de un ritual muy ensayado, dejando en la orilla su pequeño fardo de ropa junto a su pudor.

>>Desde donde yo estaba, podía imaginar la temperatura del agua, ibones de antiguos glaciares llaman a esos lagos. Podía imaginarme también a ella, metiendo un pie lentamente y jugueteando como en un retroceso a la infancia. Pero lo que nunca hubiera imaginado fue ver lo que vi con estos ojos: sin un solo acto de duda la mujer se lanzó de cabeza al lago y nadó, y nadó, supongo que liberando aquello que ella comenzaba a sentir enquistado, nadó hasta que sumergió totalmente en el agua las ruinas de su deseo.

>>Mientras la observaba tras unas rocas para no ser descubierto, destrocé sin querer un macizo de siemprevivas abarrotado de flores. Qué pena. Eran del color del agua y de sus ojos.

***   ***   ***

Sol incandescente. Calma ociosa. Espacio de silencio. Hoy el cielo está por demás descongestionado, alguien lo habrá alicatado de azul. Luchando con su enorme peso y su galbana, el capataz se incorpora de nuevo.

-Hora de trabajar – dice, –se agotó el tiempo. Eh…. habías terminado ¿no? – pregunta dirigiéndose a Romano.

-Sí, sí. Eso fue todo.

Se ve mojado el horizonte lleno de carretera. Húmedo y borroso. Y no es verdad. Se trata sólo del calor que desdibuja los contornos; el ardiente calor que hace de los Monegros un terruño sediento.

Quieto aún en aquella hoguera, una mano en el bolsillo, piernas separadas, Jano arruga la quijada y resopla aparentemente fastidiado.

-A ver, Romano, a ver si me he enterado de la pendejada, porque no está nada claro, no, buey, no. Al final ¿chingaste o no chingaste? – Y le sacude pequeños manotazos dorsales en el brazo mientras habla.

Palabras tales como “cerebro cero” o “vacío total” acuden de inmediato al pensamiento de Romano. Al mirar de frente al compañero, rechazando sus embistes, los ojos se le emborronan de profundo aburrimiento.

-Eres un bruto, Janito – le dice -, y encima no has entendido nada.

FIN