La noche mas larga

LA NOCHE MAS LARGA

-Fue el otoño del… ¿qué año era, Lola? ¿El 99?

-Buena pregunta: no lo sé. Pero sé que coincidió con la maldita prohibición recién salida de fumar en los aviones. Tuve que tomarme dos Tranxilium. Eso o volverme loca, dime tú.

-Llevo el pensamiento a ese viaje; veo la selva profunda, las playas vacías, las noches de luna enorme, la humedad que transforma los sentidos. A veces no sé si todo lo que recuerdo es verdad o me lo invento. Tenía la vista alterada por los colores del trópico, la cabeza pesada; desde el principio percibía cosas intangibles o las imaginaba yo: el caos, la fugacidad de los momentos, la muerte acechando, la eterna soledad.

-La cronista y su retórica, ay Dios. Al grano, mujer; la historia ya da bastante juego sin que la adornes con florituras.

-Bien: vacaciones en Costa Rica, tú y yo solas, como tantas otras veces. Estábamos en la zona del Pacífico y en lugar de alojarnos en el típico resort para turistas a ti se te antojó que nos quedáramos en aquellos bungalós de mala muerte desperdigados por…

-Era el lugar ideal: cabañas camufladas entre la espesura y en frente, a dos pasos, el mar. Playa y jungla unidas, vida salvaje, contacto con la naturaleza… Sabes que no se me ha perdido nada en un todoincluido.

-El complejo, si se le puede llamar así, estaba vacío cuando llegamos, a excepción de un bungaló de tercera, o de quinta, todavía más inservible que el nuestro. ¿Por qué noté una sensación como de que algo muere o se termina cuando pasamos por delante de su puerta? ¿Por qué continuaba con esa sensación luego, en la playa? Allí los vimos por primera vez, a ellos, a la pareja de italianos que ocupaba el bungaló.

>> No diré que a primera vista el hombre me gustara físicamente, aunque en otro tiempo pudo haber sido atractivo. Rondaría los sesenta, no más y, sin embargo, parecía un anciano de noventa. Melena canosa, torso apergaminado, moreno y flaco, bermudas estampadas de surfista, un pequeño brillante en una oreja, el cuello lleno de cadenas. Tenía los pies deformados por algún edema y la tripa demasiado hinchada para su delgadez.

-Ascítica

-¿Qué?

-Ascítica significa anormalmente abultada, hinchada por acumulación de líquido. Los médicos utilizamos palabras así, ya lo sabes, nos salen solas. En cuanto vi a aquel hombre supe que tenía los días contados.

-Y ella, la chica, me gustó menos aún: treinta años como mucho, guapa sí, pero con un considerable aspecto de descuido que provocaba rechazo. ¿Por la camiseta perdida de mugre que llevaba sobre el bikini? ¿Por la melena rizada tan espesa como negra? No, creo que era por el maquillaje, un maquillaje marchito, sucio y emborronado como un dibujo a carbón.

>>El encuentro fue inevitable. Ella tenía ganas de charla y chapurreaba castellano con voz de vicetiple sin dejar de masticar un chicle demasiado grande que le deformaba el hablar. A él, en cambio, apenas se le oía, lento, ronco, extenuado…

-Moribundo. En ese punto siempre estuvimos de acuerdo aunque por razones distintas: la tuya absolutamente sensorial, la mía mucho más científica.

-Y aun así el hombre quiso salir a pescar. Atardecía, el mar estaba en reposo, buena hora para la captura dijo el viejo, un morenito de allí le prestaría la barca. Pero la chica odiaba navegar y él entonces te miró a ti, Lola, que algo habría visto en tu cara.

-Sí, no lo niego, seguramente las ganas de vivir una experiencia diferente. Aunque también fue un acto de caridad acompañarle, el hombre no podía ni subir solo a la barca.

-Mientras pescabais yo contemplaba la puesta de sol intentando desconectar de la conversación de la italiana que hablaba de manera absurda y chabacana sobre su marido – decía que era su marido – y sobre su acomodada posición – decía que eran ricos. Ah, pero qué crepúsculo, los colores se decuplican en el horizonte cuando el sol abrasado desaparece en el mar. Un cuadro, una pintura, una auténtica pin…

-El viejo y yo regresamos. Traíamos un pez grande cuyo nombre no recuerdo. Caía la noche; sigue contando.

-Durante la tarde se había ocupado un tercer bungaló por un matrimonio canadiense con su hija. Los escrutamos al tenue resplandor del fuego en el que se asaba el pescado que después compartiríamos en esa zona algo despejada de fronda donde una mesa y varias hamacas formaban el recinto de comedor. Tenían los rasgos descoloridos de los escandinavos más puros. Me parecieron horribles, siniestros los tres: él blando, adiposo sin ser gordo, ella con aspecto de beata ¿te acuerdas?

-Unos rostros para no olvidar, cierto. Incluido el de la cría, a pesar de su poca edad.

-Recuerdo que se nos hizo muy tarde cenando, la noche de Costa Rica te atrapa, la luna seduce, la temperatura se pega a la piel. Acostadas luego en el bungaló yo escuchaba el canto seco del tucán, los rugidos sobrecogedores de los monos aulladores e imaginaba a los perezosos colgados bocabajo de los árboles, como ropa puesta a secar. Tú dormías, te delataban fragosos ronquidos de fumadora. Después hubo silencio sonoro, ese que murmura o que silba; después nada; después escuché claramente junto a nuestra cabaña un caminar pesado que removía la hojarasca del suelo cuando arrastraba los pies. Afiné el oído. Ahora toses, jadeos, respiración entrecortada, los pasos cada vez más cerca y, finalmente golpes de nudillos en el cristal de la ventana seguidos de la voz delirante, inanimada del italiano que suplicaba: “Lola… Lola… llévame al mar”.

>>No recuerdo al detalle la siguiente escena, la memoria se revuelve y me traiciona; estaba desorientada. Lo que acababa de oír era la voz inconfundible de la muerte, podía sentirla. Los pasos se alejaban con torpeza enredados en las hojas secas pero al instante volvían, y volvía la voz que susurraba: “Lola… Lola… llévame al mar”. Entonces lo supe con certeza: aquél hombre agonizaba y no quería morir solo. Y además, quería morir junto al mar. Creo que te desperté con furia, que corrimos afuera como locas, que le sujetamos antes de que se desvaneciera… No, no es ese el orden; sin salir de la cabaña yo ya había escuchado el golpe seco de un cuerpo que se desploma en el suelo.

-¿Vas a contar el numerito que montó la chica?

-Por supuesto. La italiana había aparecido por allí buscando al hombre cuando le echó de menos y entre las tres lo trasladamos a una de las hamacas del comedor. Llevaba ella el mismo bikini de la tarde, sin camiseta, y el mismo maquillaje ajado de la tarde, más ajado aún. Olía a tabaco, a alcohol y bajo la nariz temblaba al compás de la respiración una brizna de polvo blanco. Yo me fijaba tontamente en todo eso mientras tú, menos mal, pretendías reanimar al moribundo con todos tus conocimientos médicos. “Es el final”, dijiste al poco, “se muere”.

>>Se moría, era evidente pero ¿qué pensaba ella, la chica? Te miró como se mira a un aparecido. Tenía los rasgos de la cara torcidos y las pupilas dilatadas de los narcotizados. Dijo que il suo marito no iba a morir, que eso ya le había pasado más veces, que eran simples ataques y que ella sabía cómo curarlo. Se dirigió a su bungaló a paso decidido y regresó con una papaya del tamaño de un melón mediano. Sin quitarle la piel ni las semillas, con manos nerviosas comenzó a partir trozos desiguales y los embutía por la fuerza en la boca del italiano: “Esto le reanima, esto funciona, ya le ha pasado más veces”, y el hombre se convulsionaba asfixiado, parecía revivir entre aspavientos, regurgitaba, sofocaba arcadas y la dentadura postiza le crujía desplazada de su sitio por los dedos de la chica y por los trozos de papaya.

>>Admito que al principio tú y yo no supimos qué hacer, la extraña terapia de choque había anulado nuestra capacidad de respuesta. Solo momentos después reaccionamos y mientras tú sacabas de la boca del hombre la papaya yo agarré a la chica con firmeza por el brazo y planté mi cara a dos centímetros de la suya que, transformada de pronto, reunía todos los registros del pánico.“¡Se muere! ¿No has oído?”, le dije.”¡Lola es médico y dice que se muere!”… No, no lo dije, lo grité, y me duele reconocer que fue con más desprecio que amargura.

>>Y al instante, como poseída por algo maligno, la italiana empezó a chillar. Chillaba “¡no posible, no posible!” negando con la cabeza y llorando con potentes alaridos como se llora cuando aún no acude a los ojos el torrente de las lágrimas. Aparecieron los canadienses alertados por los gritos. Curiosamente el hombre era pastor protestante y creyó conveniente arrodillarse ante la hamaca del viejo para darle alivio espiritual en el último viaje de la vida. Su mujer se había puesto a rezar y siseaba oraciones con cadencia letánica de salmodiero. Alguien ya había llamado a una ambulancia.

>>Pero a mi, ahora, sin pararme a analizar la metamorfosis operada en mis emociones mudables, quien me daba lástima era la chica italiana que, abandonada al destino inexorable, no dejaba de llorar. Desnutrida como un hutu africano, sucia, drogada y casi desnuda, producía un efecto incómodo. Los pechos pequeños parecían grandes dentro de un bikini dos tallas menor y por los bordes de la braga mínima se escapaban estambres negros de un pubis seguramente frondoso y enemigo de la depilación. El pastor se la comía con los ojos. Y juro no haber visto jamás una mirada así, de repulsión y deseo, de náusea y apetito a la vez. Asqueada por esa mirada aconsejé a la chica que se tapara un poco y me ofrecí a acompañarla a su cabaña. Súbitamente sola, desamparada, ella se dejaba hacer. Pero qué cabaña. Camas sepultadas bajo montañas de ropa, toda la vajilla sucia, comida putrefacta, botellas vacías por el suelo, un hedor insoportable, las moscas como dueñas del espacio. Buceando por aquellas aguas turbias conseguimos encontrarlo: un chaleco vaquero, única prenda limpia, que apenas en nada cubriría su desnudez.

>>Amanecía, la selva se iluminaba, la ambulancia no llegaba. Tú, Lola, postrada ante el moribundo le cogías una mano y le acompañabas, nada podías hacer, solo fumabas y le acompañabas. El pastor miraba sin pudor a la italiana, su mujer seguía rezando, el viejo había muerto.

-Pobre hombre, de verdad que lo sentí. No quise certificar su muerte aunque me lo pidieron; eran mis vacaciones.

-Desatados los nervios de la chica por los terribles sucesos, otra vez rompió a llorar. Berreaba perturbando la paz de la selva solo que ahora gruesas lágrimas le anegaban los ojos y terminaban de destruirle el maquillaje:“¡Figlio di putana, sacco di merda! ¡Qué me has hecho! Ora che faccio? ¡Porca miseria! ¡La tua donna! ¡I tuoi figli! ¡Qué les voy a decir! ¡Io ti amo! ¡Quiero morirme!” Y zarandeaba el cadáver del que solo fue su amante, inerte en la hamaca como un turista que sestea, y le besaba en el pecho desnudo, en los ojos medio abiertos, en la boca separada, mientras la soledad, de nuevo la soledad, asomaba con crudeza a todos los rincones de su cara.

>>Diez de la mañana. Y la ambulancia sin llegar. Ni la policía, que también había sido avisada. ¡República bananera! La mujer del pastor ya no rezaba, para qué, y se ofreció a preparar el desayuno. La noche había sido dura, dijo, y demasiado larga. Y allí nos sentamos todos alrededor de la mesa junto al cadáver que, con unas gafas oscuras que le ocultaban los ojos, parecía un comensal más. Contaron que, con bastante esfuerzo, alguien había conseguido cerrarle la boca. El sol venía apretando y a la pálida niña canadiense le untaron el cuerpo de crema. Ahora la italiana comía con ganas y entre bocado y bocado flirteaba con el pastor. Ah, la fugacidad de los instantes, todo es efímero, transitorio, incluso el sufrimiento… Ya termino: no conocemos el final de esta historia, recogimos nuestras cosas y nos marchamos a un hotel convencional (“te saliste con la tuya, burguesa”, me dijiste). Supongo que llegaría la ambulancia, que repatriarían al viejo. Supongo que la italiana habrá encontrado otro amor, no la veo sola. Pero todavía muchas noches que no duermo oigo las últimas palabras del moribundo llamándote, implorándote: “Lola… Lola… llévame al mar”.