Cuesta Arriba

Nunca me gustó caminar. Caminar por caminar es trazar con sudor una ruta que más tarde, irremediablemente hay que desandar. Avance y retroceso se dan la mano; para qué, no quiero ser discípula de la épica esposa plañidera que fiel a una esperanza, tejía y destejía su perpetuo paño de camuflado cariz. Pero cierto domingo que partía octubre a medias hacía un día radiante y decidí acompañarle a la montaña. No estoy en forma y exigí, como marcado a fuego, promesa de una ascensión fácil. Ante eso, únicamente sonrió con la expresión poderosa – tranquila, estás conmigo -, que utilizaba desde el antiguo principio de todo, y yo dejé que me sedujera la quimera de compartir una jornada agradable. Un ancho túnel de hayas primero, a ras de pueblo. Las hojas verdes y frescas aún no han sido informadas de la proximidad del otoño. El suelo de tierra y hierba muestra las últimas flores del verano y las primeras de la nueva estación, cinco pétalos sonrosados tal vez sean un hibisco, piensa ella con escaso criterio botánico. El hombre y la mujer atraviesan el bosque despejado. Él lleva una mochila a la espalda, ella, apenas agua para beber. El camino es bonancible, sereno. Bastante lampiño de fronda, el sol acaricia la piel. Un río ágil y joven serpentea. El agua abraza lomas pardas y lame pequeños escaños y canchales. La mujer, disfrutando algo rezagada de ese encanto, observa mientras camina al hombre que marcha delante. Aún conserva intacto su porte, piensa maravillada, ¿ha hecho un pacto con Lucifer? A ella bien se le acusan los años, los mismos, ah, los mismos que los de él. Cuando se unieron en vida hasta que la muerte los separe, él elogiaba su físico, depósito de armonía. Pero sobre todo elogiaba su talento. Llegarás muy lejos, te harás imprescindible en tu empresa, le decía con una admiración que rechazaba objeciones, y no parecía afectarle en absoluto el salario merecidamente superior al suyo que todos los primeros de mes recordaba a ambos quién tenía la supremacía económica. Buenos tiempos para la pareja. Viajes, diversiones, regalos mutuos y homenajes, moderno mobiliario para el hogar, guardarropa de impresión. Y un día, él vino a casa con una importante noticia. El recorrido adquiere una cierta fragosidad lentamente, transformándose en sendero. Han dejado el río atrás. Ahora el bosque acecha y acorrala. Semioculto el cielo por bordada y verde gasa, hay una penumbra calma. Qué quietud. Mimetizados, asimilados por la ruda Naturaleza, es fácil imaginar que son los únicos seres humanos del planeta. La mujer tropieza con una raíz desnuda que sobresale, sediciosa, en medio del camino. Pero no llega a caer. -Me han propuesto un ascenso – dijo inflamados los ojos de codicia -, una gran oportunidad. Veinticinco hombres a mis órdenes, aumento considerable de la cartera de clientes, grandes incentivos laborables y, ¡agárrate!, salario triple que el actual. Al decirlo, le temblaba de orgullo la sombra pilosa próxima a los labios, que era estrecha, casi tacaña, y más oscura de lo habitual. Ella se alegró por él, llevaba tanto tiempo detrás de ese ascenso. Y, para ser honestos, se lo había ganado con efectivos méritos, cómo no admitirlo, no era una concesión gratuita ni una adjudicación a dedo. Pero había que mudarse de ciudad, la nuestra, entrañable localidad de provincias, se quedaba diminuta para tan alto cargo, y yo tuve que renunciar a mi acomodado y lucrativo empleo en aquella empresa en la que según su pronóstico, iba a llegar tan lejos. Qué lástima. De vez en cuando pienso todavía en mis antiguos compañeros de trabajo, nunca los volví a ver. Se despidieron sin emoción, había que soterrar la pena. Nunca los volvió a ver. Previsiblemente correrían suertes diversas que en el letargo de una amistad justo iniciada, ella resolvió no conocer. Desde la lejanía del tiempo, ni siquiera recuerda si hubo o no porfía y ya ha olvidado los detalles que acompañarían al suceso. Imaginemos que no fue difícil para ella tomar la decisión: querían tener hijos y era la mujer quien debía gestarlos, alumbrarlos y amamantarlos. Un paro pequeño, se dijo, el necesario para tan elevada misión. Luego, buscaría en la nueva ciudad un nuevo empleo. Era lógico suponer que con su impecable expediente laboral cualquier compañía cuyo jefe de personal no fuera demasiado inexperto o demasiado ciego, apostaría por tan tremendo fichaje, sin duda. Ahora el bosque cambia. Inesperadamente amable, se abre y se domina. Han salvado un plausible desnivel en poco tiempo y la mujer hincha y encoge apresuradamente su grueso y laxo pecho. El vientre abultado por una obesidad incipiente y por la edad palpita y se bambolea. Tiene que hacer un alto, detenerse, el corazón le va a estallar. Casi inmóvil mientras resuella, el caprichoso viento reorganiza arbitrariamente los cabellos alrededor de los relieves de su cara. -¿Ya te has cansado? – grita él, titánico, formidable, más arriba aún -. Pues pronto. Y la espera, han venido juntos, es su obligación. Cuando consigan igualar el paso, él podrá darle una nutrida conferencia sobre los mil y un consejos que debe aceptar de un experto el montañero de ocasión. Qué paisaje. La altura propicia la contemplación. Desde el altozano se distinguen abajo pueblos recoletos, recogidos, ocres y brillantes por el sol, que menguan y se repliegan a la vista a la velocidad cadenciosa de la ascensión a pie. Las carreteras hieren la roturada campiña con geometría radial. Lejos, muy allá, un lago desnudo de marañas y juncos es el espejo de azogue azulado donde se miran las nubes. Y de súbito, un pasto blando, rizado, forma un tapiz confortable en el terreno. Hay ganado desperdigado, vacas y yeguas con sus terneros y potros nacidos en primavera, bien alimentados y crecidos, pero aún bajo la protección maternal. En los riscos altos, los corderos saborean florecillas frescas. Los hijos, ah, llegaron. Un regalo. Una bendición. Costaba separarse de ellos. Nunca venía bien. La niña además, creció enfermiza, delicada. Extranjeros, aislados en aquella metrópoli inhóspita, ¿quién, si no ella, la iba a cuidar? Y el hombre era bien capaz él solo de mantener a la familia en una cómoda existencia, edificada con los recursos financieros de un cada vez más valioso ejecutivo comercial. La mujer se confinó en el hogar. El hombre paraba poco en casa, pero ella lo encontraba natural, al fin y al cabo el crecimiento profesional tiene un precio, por su antaño progreso laboral en la vieja ciudad a la que habían renunciado, lo sabía bien. Los niños y la casa ocupaban todo su tiempo. No fue mala época. Una risa infantil pueda hacer ignorar muchas cosas. Noche de Reyes del año… ¿qué año era? ¿Cuando Santiaguito cumplió tres años? ¿O cuando Laurita hizo la Primera Comunión? En mis zapatos sólo hubo un regalo, “lo siento, no he tenido tiempo de comprarte nada más”. Un libro. Perfecto, siempre adoré leer. De jovencita leía los clásicos como quien traga tebeos o magazines. Y algo más mayor Simone de Beauvoir y Virginia Wolf eran mis autoras de cabecera. Al abrir el paquete y ver de qué libro se trataba quise romper a llorar. “Beberse el tiempo: Memorias”, y lo firmaba una alcohólica y drogodependiente vieja gloria venida a menos del panorama televisivo, a la sazón, actual; confesiones por escrito del clásico descenso a los infiernos en un estilo plano, incapaz, tan poco virtuoso comparado con los libros que a ella le gustaban, como sería un ruidoso reguetón frente a un lieder de Schubert. Literatura basura para cerebros poco dinámicos, nada más. -Sueles ver esos programas de cotilleos donde sale ésa mujer, ¿no? – dijo él. Y ni siquiera sonó como disculpa. Sí. Alguna noche, cuando estaba demasiado cansada, demasiado aburrida o demasiado sola, tal vez. Hubiera sido equivocado negarlo. Pero, a su modo, se rebeló. -¿Desde cuándo supones que me gusta este tipo de libros – dijo contenida, serena. – No sé, mujer, tienes tantas cosas en la cabeza que lo último que necesitas es un libro para pensar. Si quieres lo devuelvo y lo cambio por otro. No se devolvió. En aquella época aún creía en él. Y eso incluía permitir que ya que ella adolecía de incapacidad para pensar, él debía hacerlo en su lugar decidiendo lo que necesitaba o dejaba de necesitar. Fue directo al cubo de la basura, pero no quise que él se diera cuenta, suspira durante el ascenso, mitad resignación, mitad fatiga, al fin y al cabo, no había obrado con mala intención. Se sucederían otras muchas situaciones parecidas que ella soportaría en silencio: no debían alarmar a los niños con peleas de pareja, su estabilidad emocional en proceso de elaboración era entonces lo más importante. -Lo mas importante, sí – decía él atajando esporádicos conatos insurrectos -, una buena base emocional. Sin ella, ¿cómo van construir la razón individual que necesitan para llegar a la verdad última de las cosas? Eso, eso es formarse en la vida, qué cojones. Y lo demás son pamplinas -. Se le alteraba el tono de voz, levantaba las manos, y no la miraba cuando añadía -: Bah, pero qué sabes tú de Descartes y de los racionalistas. Lo que significaba que la conversación había llegado a su fin. Sólo yo sé lo que siempre he odiado discutir. Me tortura, me desgasta, me agota y me aniquila. Y tengo tan poca facilidad de palabra… Al menos de un tiempo a aquí. Y mientras estas cosas sucedían, el tiempo corría imparable dentro de su clepsidra azulada. Entre el pasto tierno se abren paso calvas calizas ariscas blanquecidas por el sol. Es fácil esquivarlas pero la ascensión se recrudece y aparecen por doquiera peligrosos terraplenes y barranqueras de gran proporción. Me arden los pies, y cómo me rozan las botas, creo que me han salido ampollas, se lamenta ella. -¿Falta mucho? ¡Esto no es lo prometido! – grita al hombre, que ha vuelto a adelantarse. No la oye. Tienen el viento de cara y se lleva los sonidos hacia abajo, hacia la civilización lugareña que hubiera podido facilitarles un cómodo día de campo y aire sano, y que ella ese domingo no debió abandonar. Desalentada, repara en el acolchado pasto del suelo y se imagina corriendo descalza, como en un anuncio entre impresionista y romántico de champú, o de miel. Con qué gusto me descalzaría, piensa, esto sería un paraíso para mis maltratados pies. Descalzarse, qué cosas se le ocurren. Cualquiera que la viera… El desnivel crece, aumenta todavía más. Y el tirano sol de mediodía golpea la tierra con su bastón encendido. ¿Cuánto tiempo llevan caminando? Horas, varias tal vez. Los últimos árboles que quedaban se despiden, su sombra ya no les cobijará. Ni uno, ya no hay ni uno. La mujer se detiene cada pocos pasos, bebe agua, toma aire, resopla y bebe agua, maldice en baja voz, pronto no quedarán en su boca reproches que lanzar. Nunca debió acceder a esta excursión, reflexiona ahora, hacerse cargo de la humillación de que él dijera que no es capaz de seguirlo no puede ser más duro que esto, y siempre sería preferible que ambos sigan pensando en la cada vez más extensa lista de cosas de que carecen en común. Le ha mentido, la ha engañado, la promesa de respetar su falta de forma física es falsa, no tiene valor. Pero ingenua, ¿es que acaso es la primera vez que te engaña? Hace mucho que dejaron de transitar espacios comunes, quién sabe, tal vez cuando el niño pequeño se hizo definitivamente mayor. Posiblemente él frecuentaría amantes. Pero todavía se besaban antes de dormir y se decían buenas noches, deseándose lo mejor. Aún ella elegía su ropa cada mañana y le preparaba un desayuno energético para personas con gran desgaste intelectual, que él tomaba con la barrera física del periódico, cruel enladrillado de actualidad noticiosa entre los dos. Luego, antes de marchar, si no estaba demasiado hosco, podía incluso sonreír en tanto que comparaba su progresiva laboriosidad frente al manifiesto parasitismo de ella; cada día estaba más ocupado, decía, y ella cada día más voluminosa y ociosa. -Ni siquiera cuidas tu mente, te estás volviendo un tanto animal. Y le daba golpecitos con el dedo en la frente para corroborarlo. No le replicaba (Simone, Simone ¿dónde está lo que me enseñaste?), me hago responsable de mi propio entierro, yo y sólo yo soy la autora del final de este sainete, asumo mi debacle intelectual. En cuanto a si montar una trifulca cada mañana defendiendo los rescoldos de humanidad que pudieran permanecer aún con vida, seamos prácticos: yo tenía las de perder. Con las constantes vitales perturbadas por el esfuerzo supremo y los pies en carne viva, es difícil disfrutar del paisaje grandioso. A la izquierda según se sube, la montaña se parte en un brusco precipicio, sin un cercado de protección, donde paredes verticales de roca gris, sólo salpicadas ocasionalmente por algún matojo de zarzas, ahuyentan la proximidad del montañero. Abajo, exageradamente abajo, un mundo en miniatura se reagrupa y ordena. -¡Mucho cuidado, señora Patosa, hay piedra suelta! – grita él desde su soberbia atalaya caudillista dando media vuelta. Y con ventajosa prerrogativa masculina se despoja del jersey, y también de la camiseta. Una cuadrícula perfecta se dibuja en su abdomen, todavía liso, recubierto de fino vello, todavía negro, en el que tenues filamentos de sudor reflejan el sol y centellean. Y todo eso habría sido soportable, indiferente a ratos, normal en el más amplio sentido de la palabra si él… ay Dios, no quiero ni pensar en ello, si él…no hubiera… Olvidaron amarse, la lujuria desplegó su capa mágica y se volvió invisible entre los dos. El lecho se tornó inmenso, un desierto de hielo donde anidan los recuerdos y el olvido. Tristes mañanas amanecían después de tristes noches, y nuevas noches tristes se sucedían sin intervalo. Pero en algún rincón escondido de ella, latía el pulso del desasosiego. -Tú tienes amantes – dijo un día -, varias además, no, no me lo niegues, es inútil, ni siquiera te lo reprocho, y, francamente, me da bastante igual, pero yo… ¿qué tengo yo? Somos marido y mujer y estoy en mi derecho de reclamarte de vez en cuando una pequeña satisfacción carnal. No te asustes, sólo será de vez en cuando. Y que conste que lo hago por salvar tu reputación, yo no pienso correr en busca de aventuras. No haré nada que perjudique nuestra impecable imagen social, puedes estar tranquilo. Estaban en la lujosa alcoba, y ella abrió un cajón y sacó un delgado paquete que contenía cigarros. Lo había dicho con naturalidad y no recuerda ahora que entonces pensara en la posibilidad de ulteriores consecuencias negativas para ella. Mas nunca debió haber hablado. Trastornados, de súbito, los rasgos del hombre por una reacción confusa – pudiera estar entre la mofa, el asombro o la cólera – , se disputaba en su rostro un duelo extraño: quería reír y su boca se estiraba, pero los labios crispados desfiguraban lo que jamás llegaría a ser una sonrisa; los ojos venáticos asustaban por su repentino rubor y las manos iban y venían hiperactivas, nerviosas. Y por fin estalló en forzadas carcajadas. Inmediatamente comenzaría un discurso ramplón que pretendía ser erudito, y tras lanzar un “oh, la señora tiene necesidades” (a menudo la llamaba señora), le preguntó sin abandonar esa risa grotesca que qué había hecho ella con la parte intelectual de su mente, pues aparentemente sólo había desarrollado con eficacia el sistema reptílico cerebral. Y quiso saber además si tenía la cabeza para algo más que para aderezarla en la peluquería. Pero lo peor era que no abandonaba la risa, pasarán largos ciclos de tiempo, los cielos se oscurecerán y aclararán múltiples veces hasta que alguien vuelva a presenciar una risa igual. Entonces se bajó los pantalones y lanzando a su mujer sobre la cama, de rodillas boca abajo (postura secular que Vatsyayana divulgó e inmortalizó), la embistió, derrochando feromonas por sus poros, con un lenguaje corporal inusitado que ella recibiría con asombro, y cuando se opuso con quejidos a la ruda danza pélvica, él interpretó esos sonidos de rechazo como justamente lo contrario. -¡Eso, chillaaa, relinchaaa, rebuznaaa…! Y derramó su néctar baldío en el cofre oscuro, profanando el santuario que ya no guardaría los deseos quebrantados de ella. Así fue, exento de sutileza. Y así sería ya siempre. La cima por fin, un vértice escarpado, peligroso, estrecho, un peldaño final de aristas de roca, con una pequeña cruz y un buzón. Desde tal altura el paisaje a los pies es expansivo y cartográfico, varios territorios provinciales se divisan a la vez. Ella tiene los ojos húmedos de lágrimas, pero siempre puede decir que están ahí estimuladas por el fuerte viento. Mientras el hombre se pone la camiseta, la mujer mira la mochila desmontada en la que abulta el paquete con vituallas, indispensables para la recuperación. Con la tristeza que tiene, ¿es lógico pensar en comer? Seguro, tras una vida al lado de este hombre, ha desarrollado un instinto de supervivencia ciertamente animal. Se aproxima lentamente, él no la percibe, anda ocupado en proclamarse conquistador de un nuevo territorio sometido. La mujer no siente nada reconocible cuando le da un empujón por detrás que ni siquiera es fuerte. Tampoco mira hacia abajo para verlo desaparecer tragado por el abismo de una montaña que ya odia, y a la que jamás regresará. Y aunque ahora carga con la mochila a la espalda, trota con rapidez y torpeza mientras desciende hacia los pastos cercanos que acababan de dejar, donde se descalza. La hierba hinchada que conserva restos de la última humedecida mima sus pies. Qué liberación, qué placer. ¿Quién podrá a partir de hoy decirle algo por nada? Pero sólo durará un momento. Luego comprueba en su teléfono que hay cobertura y marca ese número imprescindible de los servicios de socorro que nunca nadie debería tener que utilizar.

FIN